EL LABERINTO BLANCO


El blanco del hospital deslumbraba sus profundos e inquietantes ojos verdes, pidiéndome a voces que no la dejase sola. Y yo, como su más fiel amigo, la acompañé.
Todo era nuevo para nosotros, que contábamos apenas ocho años, pero no nos echamos atrás y seguimos con nuestra inspección: la primera de las salas, que era grandísima y tan blanca como el resto, se encontraba llena de carteles “Por favor permanezcan en silencio”, “Sala de curas”, “Sala de vacunaciones”; fotos de niños en brazos de su madre, brazos con manchas muy extrañas, y otros anuncios que no recuerdo. Las otras salas eran similares, aunque más pequeñas, y estaban abarrotadas de gente (creo que por eso no nos vieron al entrar).
Buscamos en las de la derecha, en las de la izquierda, y nada ni rastro de “chuchito” nuestro amigo el “perro vagabundo”.
Hacía días que oímos a nuestras madres decir que el pobre Julián había entrado en el hospital y que su fiel amigo esperaba en la puerta su regreso. Pero Julián no volvería, el coche que lo atropelló lo mató en el acto, y a su perro nadie se lo dijo. Por eso estábamos allí para llevarnos a “chuchito” y hacerle comprender lo sucedido.
Me dolían los pies de tanto andar, pero María, aunque se aferraba a mi mano, tiraba de mí sin rechistar. Preguntamos a un señor muy raro con una bata también blanca, y nos dijo que allí jamás podría estar nuestro amigo, pues en los hospitales solo entraba la gente, y nada de animales. Discutí con él, claro, porque a mi gata la llevaron un día al hospital para operarla, y volvió con cinco puntos en la tripa, cosa que nunca conseguí verle, porque me arañaba, y yo solo le pude distinguir una raja pelona.
Después de un tiempo muy largo, una señora regordeta y con los ojos de búho, nos pidió que saliéramos, (aunque luego me enteré de que nos echó).
Decepcionados, nos sentamos en el bordillo de la acera, cerca de la parada de taxis y, entonces, fue cuando el señor de la camisa rosa se acerco a nosotros:
-Chicos, ¿que hacéis ahí? No sabéis que os pueden atropellar. Anda, buscad a vuestra madre e iros con ella.
-Hemos venido solos, y queremos encontrar a “chuchito” el perro del señor Julián- le contó María.
Y después de explicarle nuestra aventura secreta, nos llevo muy sonriente hasta la parte de detrás de ese sitio, en el que juré que no volvería jamás, aunque llevasen allí a mi gata “Lala”.
“Chuchito”, no quiso venir y la gente que iba de visitas al centro médico lo alimentaba demasiado bien.
Nos llevamos una autentica regañina, por faltar a la escuela sin permiso y aunque juré a mi madre que me había convencido María, ella terminó persuadida de lo contrario.
Malditos ojos verdes, por su culpa, desde ahora estoy observado constantemente y pidiendo permiso hasta para hacer pis.

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