SE VEÍA VENIR


Todo comenzó cuando el padre de Agustín, recomendó a Antonio para la portería; no es que ese empleo le viniera como funda a las gafas (especialmente Antonio no era un mañitas) pero sí que había sido un buen empleado de éste, y al cerrar la empresa, no podía dejarlo en la calle.
Con sesenta años y tres hijos aún a su cargo ¿Qué otra cosa podía hacer?
Desde el primer momento en que Antonio se instaló en el bajo, el veinte añero Agustín, se juró así mismo que ese ladrón usurpador, lo pasaría mal. ¡No lo soportaba!
Antonio había disfrutado durante años del cariño y respeto que le robaba de su padre, y ahora encima, tenía que verle la cara todos los días.
A partir de entonces, Agustín, administrador de la comunidad, ocupó su tiempo en hacerle la vida lo más empinadamente, posible con surcos y precipicios, para lograr su despido.
Con el alba, se embutía en su mallot naranja y arrastraba su bicicleta goteante y grasienta por todos los pisos de la escalera, (pues, vivía en el último) luego llegaba al parque y la embadurnaba de fango, para a su vuelta ensuciar el rellano. Zona común que debía tener impecable Antonio y que limpiaba sin rechistar.
Por las tardes se entretenía en untar mantequilla (que recogía del bar donde desayunaba) y pegar chicles, debajo de los barandales; era como un niño rebelde.
Una noche, bajando la basura, tuvo otra idea. Le hizo un agujero a la bolsa y fue esparciéndola desde el quinto piso hasta la portería.
Toda una semana ando con su fechoría, humillando a Antonio “el gran contable” a la decadencia de basurero.
Pero Antonio no era tonto, una noche se escondió en la azotea y cuando oyó abrir la puerta lo siguió sigiloso, viendo como desparramaba el contenido de la bolsa. ¡Lo pilló in fraganti!
-¡Agustín! ¿Cómo puedes hacerme eso? Si te he querido siempre como un padre.-
E igual que se le hace a un hijo malcriado que se porta mal, Antonio no lo dudó; alzo su mano, lo abofeteó con rabia, y lo tumbó.
Agustín, mientras se incorporaba, le soltó al portero “Queda usted despedido”.

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