¡Mujer, tenías que ser!


El día que quise mostrar mi rostro al mundo, a pesar de que ya existían hospitales; mi abuela, obligó a mi madre a postrarse en su cama para alumbrarme.
-Allí hay muchos hombres, y para estas cosas “mujer tienes que ser”
¡Cuantas veces oí esa frase!, unas con orgullo y otras con desprecio; como la primera, aquél mismo día.
-¡Es una niña Antonio!
Las chinchetas azules de mi padre pasaron de reojo. Aunque nadie me crea, lo recuerdo perfectamente – Va, otra inútil más, “mujer tenía que ser”.
Pasaron los años y más de lo mismo.
El Antonio que decía ser mi padre, solo era un extraño que se llevaba a cazar y a pescar a mis hermanos. Mientras, yo, era entrenada en mis labores de zurcir y fregar, “por que para eso era mujer”.
Cuando ellos iban a la escuela para conseguir un porvenir, y llegaban tan felices con sus libros, me uní a su carro automáticamente “mujer tienes que ser”.
Y así crecí, quitando mierdas y aguantando los desprecios de los tres hombres de la casa, a los que tratábamos como reyes, por la simple condición de haber nacido varones.
A mis doce años observé que rondaba la casa con más frecuencia de lo normal, un vecino que me doblaba en edad; en una de esas le oí discutir con mi padre:
-¡No! Para que te la puedas llevar “tiene que ser mujer”.
-No se diga más, llegado el momento vendré y cerraremos el trato.
Y llegó el momento, y cerraron el trato.
Yo sin enterarme de nada, me vi con el rosario entre mis manos, en la casa parroquial, para formar matrimonio con Paco.
La seriedad de mi abuela, los sollozos de mi madre suplicando a mi padre que no lo hiciese y los ojos deseosos y brillantes de mi futuro marido, hicieron que me tamborilearan las piernas. Pero papá me agarraba con fuerzas.
¿Qué podía hacer yo? Tenía que cumplir el trato que mi padre esculpió durante dos años, y obedecerle, porque “para eso era mujer”.
Aquella noche, volví a maldecirme; a mí y a Paco.
A mí, por ser eso que tantas veces me arrojaron a la cara “mujer”; y a él por forzarme y por obligarme a realizar actos que “como mujer tienes que hacer”.
Y ocurrió el milagro, no se si aquel mismo día o algún otro del mes, pero me quedé preñada.
A partir de entonces, Paco cambió. Ya no me forzaba, más bien me adoraba. De esclava pasé a ser reina. Aun recuerdo la noche, que tendida en la cama me acaricio con dulzura la tripa, y llorando me dijo:
-Para este prodigio, “solo se puede ser mujer”; no sé si te lo he dicho, pero eres toda mi vida. Y me pidió perdón por robarme, besándome como nunca hasta entonces.
¡Qué cambio! ¡El Paco, mi Paco!, Aquél día me enamoré de él, de sus palabras dulces y de “mi condición de mujer”.
Porque para ser fuerte, no hacen falta músculos, solo ganas de vivir y de enfrentarse al miedo.
Hoy me siento afortunada y así se lo hago ver a mis tres hijas, a las que adoramos y hacemos valer como lo que son y les repito que serán siempre, ¡Grandes mujeres!

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