EL EMBLEMA FAMILIAR






EL EMBLEMA FAMILIAR

            La casa de mi abuela, estaba situada en el centro de la ciudad, justo enfrente de la puerta trasera de la “Iglesia Prioral”.
            Era un viejo edificio con cuatro plantas, adosado a otros de similar aspecto. La fachada, con  un escudo familiar en el centro del siglo dieciséis, presumía ser el orgullo de mi abuelo Antonio; el cual nos repetía una y otra vez:
            -¡Miradlo y recordadlo para siempre!... Ese es vuestro mayor legado. Andad con la cabeza bien alta, hijos, que nadie olvide de donde procedéis-
  Con su bastón de roble de empuñadura de plata, señalaba el lugar donde se encontraban las iniciales de nuestro apellido, haciéndonos la ceremonia dominical.
            -¿Qué significa esto? -nos gritaba “el coronel” (como le llamábamos), con su vozarrón grave y potente -¡Decidme, a quien pertenecen estas siglas!
            Nosotros, los pequeños, que contábamos apenas ocho, diez y trece años, aterrados por la pregunta y sabiendo sobradamente la respuesta, contestábamos titubeantes, compungidos y aguantando el moco con el quejido del llanto. Todo ante la mirada de nuestras sumisas madres.
Ha cada lado del escudo formando dos semicírculos que bajaban en línea recta, se situaban dos columnas, (a mí más bien me parecían dos serpientes con cabezas retorcidas). Debajo el enorme portón de madera de cerezo; luciendo dos puertas con hendiduras abotonadas que formaban grandes rombos. En el centro de cada una de ellas resaltaban dos embellecedores color bronce con forma de herraje.
            Del color de la fachada, se enorgullecía  mi abuela Ana, (madre de mi madre) encargada de encalarla cada primavera y final de verano.
            Vivíamos en un barrio donde no habían muchos chiquillos, y si lo hubiera habido, creo que no nos habrían dejado relacionarnos con ellos. Por eso mis primos, los hijos del ama de llaves, mis hermanos y yo jugábamos por toda la casa, con total libertad, imaginándonos que era un enorme castillo, al cual no podían entrar los plebeyos.          
            Un “buen día”, martes trece de Agosto exactamente, subimos a la azotea por la escalera de servicio (sin ser vistos por ningún adulto).
 Mi primo Antonini, con su camisita de cuadros y su pantaloncito corto, azul marino, cabalgaba a lomos de su escoba de palma; Enriqueta su hermana, lo seguía, montada sobre el mocho de fregona, imitando el trote y relinchos de un elegante corcel.
            En la parte más alta, sobre el poyete que aguantaba los tensores de los cables que suministraban luz a la casa; luchaban con ahínco, Mariano y Sarita, los hijos de la señora Pepa. Tenían colocadas a modo de armaduras, dos tapaderas. En la mano, simulando ser una majestuosa espada, sujetaban unas varas de olivo, que guardaba mi abuelo para tallarlas (afición secreta que descubrimos cogiéndolo infraganti una tarde).
            Mi hermano Francisco y yo no íbamos a ser menos. Él con su camisa blanca, impecable como siempre; sus bombachos verde caqui hasta la rodilla y sus zapatillas de lona con esparto también blancas, agitando entre sus palmas el viejo y desgastado bordón que encontramos en la buhardilla,  al que atamos la sabana de la cunita de Lucía, nuestra hermanita pequeña.
            -¡Rendíos! -gritaba mientras movía la simulada bandera.
            -¡Rendíos en nombre de su majestad! -repetía.
            Yo su vasallo, con los calzones que recogí del tendedero encima de mi faldita plisada celeste, con la palangana de la ropa cubierta de manzanas, iba detrás de mi señor.
            -¡Mirad señor, cuantos enemigos han caído! -y elevaba  una de las frutas por sus rabitos -¡Mirad cuantas cabezas hemos cortado!... ¿No cree que son  suficientes? Los cobardes corren montaña abajo, ¡Huyen señor!
            Y así después de dos horas de simulada lucha, la batalla acabó, con una victoria para nosotros, los señores de la casa.

            Cansados y despojados de nuestros utensilios de combate, nos tumbamos boca arriba (con la cabeza en la sombra), debajo de las sabanas de tergal y lino que estaban tendidas.
            -¿A que  parecen  las velas de un barco? -dijo Francisco señalando las telas que se movían al son del viento.
            -Sí, sí,  y aquellos son los piratas que quieren quitarnos nuestro botín -Contestó Antonino, alzando la vista a las veletas negras, por el moho,  con forma humana, que se posaban sobre los tejados del pueblo.
            -¡Nos atacan! -grito Sarita.
            Sin darnos cuenta, nos enfrascamos todos en nuestra siguiente aventura.

            El cielo, que lucía azul radiante, comenzó a tornarse gris oscuro, espeso.
            -¡Nos están atacando! -chille con todas mis fuerzas
-¡El barco está ardiendo! –intentando levantarme de un salto y con un brazo sobre mis ojos, a modo de visera, quise ver el horizonte para buscar a mis adversarios. Cuando… lo descubrí.
            La iglesia ardía, las llamas salían por lo alto de los gruesos muros. Casi podíamos tocarlas.
            Al momento, sentí un calor sofocante, mire a mis compañeros de aventuras y me parecieron verdaderos piratas; sucios, tiznados, vencidos por la lucha, tosiendo y ahogados por el humo (esto último me hizo volver a la realidad).
            -¡Fuego, fuego, fuego de verdad chicos!... Hay que bajar y avisar al abuelo ¡Levantaos!, ¿Qué os ocurre?
            El humo se hacía más denso; arranque parte de las prendas del tendedero y las remoje en el agua de la pila, luego las repartí.
            -Limpiaos los ojos y ponéosla en la nariz -les ordené (esto lo aprendí de mi tío José, cuando nos relataba como salvo a sus soldados durante un bombardeo en la guerra).
            -¿Por dónde salimos, no se ve nada? –decía, quejica, mi hermano.
            -De rodillas, tenéis que poneros de rodillas e id a gatas hacia el fondo, allí está la puerta. Antonini agarra a los pequeños, Sarita, no te sueltes… y tú Francisco, espabila que eres el mayor.
            Desde lo alto oíamos a la gente como corrían y gritaban en la calle.         -¡Más agua, cubos traed los cubos llenos!... ¿Habéis llamado a los bomberos?
Otros lamentándose. -¡Qué pena dios mío, qué pena!
            Encabezando la fila y con las rodillas desolladas por el arrastre a ciegas, logramos llegar a la puerta, abriéndola de un empujón; pero no terminaba allí nuestra tragedia…
            Solo teníamos bajado medio tramo de escalera, cuando oímos los gritos de mi padre.
            -¡Aquí están, los he encontrado! Están en la escalera de arriba -sofocado como nunca, nos dio un estrujón en forma de abrazo a todos.
            -¡Ay fuego!, ¡Mucho fuego! La iglesia se está quemando -dijimos unos tras otros.
            -Tranquilos… es la iglesia y nuestra casa. Hay que salir por la azotea y saltar a otros tejados, por abajo no se puede. Cogeos todos por las muñecas y agarraos a mí.
            Nos aferramos como uva a la parra, justo en el momento en que subía el resto de la familia. Por entonces no vi a mi abuelo, pero ante el alboroto supuse que vendría más atrás.
            Y así, conducidos por mi padre “el valiente guerrero”, (como antes hice yo) fuimos saltando tapia a tapia unidos por el cordón visible de nuestros dedos, hasta ponernos a salvo seis u ocho casas más al norte.
            Embelesados por la destreza de mi padre y asustados por el griterío, conseguimos llegar a “La casona de doña Paca” (una vieja viuda) que difícilmente se trataba con los vecinos.
            Golpeamos la puerta pidiendo socorro, pero nadie nos oía. Seguramente doña Paca estaba en plena calle, contemplando lo sucedido como tantos otros.
 Entonces, mi tío, el más fuerte de todos, pegó un puntapié tan grande que hiso crujir la cerradura abriéndola de un golpe. Bajamos tan deprisa la escalera de mármol blanca, pese al calor, que parecía que tuviésemos esquíes bajo los pies.
Y allí estábamos, al fin fuera, en el acerado. Al fondo las llamas, el humo, los bomberos, el grito, el llanto.

La escena se me grabó para siempre. Cuando lo recuerdo aún me cuesta respirar.
            -Soledad, será mejor que te quedes aquí con todos, José y yo vamos a ver cómo está la situación -apresurándose calle abajo vimos como mi padre y mi tío se perdían entre el gentío.
            La cara de Mariano es imposible borrarla de mi mente; sus ojos azules más brillantes que nunca, emergían desesperados, su boca entreabierta con su rostro de deshollinador, pedían a gritos estar junto al fuego, y todo ello, en silencio, mudo, quieto.
            Mi hermanita, en brazos de mi madre lloraba, al igual que Sarita y Enriqueta que se quejaban del daño de sus heridas. Mientras Antonini, discutía con Pepa (el ama).
            -¿Por qué no puedo ir con mi padre? Ya soy lo bastante mayor.
            -No sabemos lo que ha ocurrido, si nos han dicho que nos quedemos nos quedamos.
            -Pero es que, yo…
            -¡Ni es que, ni nada! Tu padre y tu tío han dicho que esperemos y eso tenemos que hacer -interrumpió mi mami, sacando un coraje que no le había visto jamás.
          -¡Y no se hable más! -poniendo fin a la conversación, agarró por el hombro a Antonini, por si se daba a la fuga. Como si el grito no le hubiese bastado, frenándolo en seco.
            Yo en cambio, lo observaba todo atenta y callada mirando cuanto ocurría a mí alrededor: al fondo, el correr de vecinos, calle arriba calle abajo…enfrente, en los balcones, el señor Andrés con su esposa señalando la casa de mi abuelo. Entonces lo recordé…
            -¿Dónde está el abuelo? -pregunté con un nudo en la garganta temiéndome lo peor... -¿Por qué no está con nosotros?
            Mi madre y mi tía giraban la cabeza como peonzas, buscando desesperadas, cuando don José se acercó a nosotros; llevaba la sotana negra chamuscada, cubierta de tizne, y no lucía su famosa y temida varita con la que solía reprendernos en la escuela.
            -Soledad, Carmen, hijas, he hecho cuánto he podido, os lo aseguro, no había forma de quitarlo de allí, llegué demasiado tarde… -y echándose en brazos de mi madre, se puso a llorar como solía  ser la pequeña Lucía. 
            -¡De quién está usted hablando! -grito mi madre, con las manos cubriéndose los oídos y sin dejar de buscarlo.
            -De don Antonio, hija de don Antonio…
            -¡Mi padre! No… si está por aquí… ¡Papa, papaaa! ¿Dónde estás papa?
            -Tranquila, tranquila hija, piensa que ahora está con dios, es mejor así... Ha sido tan rápido, se negaba a retirarse de allí.
            Giré la cabeza angustiada y vi llegar a tío José y a papa. Venían más serenos que nunca, pero con el rostro; amargo, severo, rígido. Al  verlos tía Carmen y nosotros, nos echamos encima. En el bordillo de la acera, mi madre, ida, sin dejar de repetir… está con dios, está con dios, está con dios, a la vez que doblaba una y otra vez el torso.
            Con los ojos pulidos, papa y tío José, nos relataron lo que habían visto y oído:
Según los vecinos, al arder la iglesia prendieron también los postes de luz, cayendo en medio de la calle y golpeando nuestra puerta.
El abuelo, salió para ver lo que sucedía y al ver el portón en llamas no pudo reaccionar. Acerco una silla de enea, que sacó de casa, y se acomodó justo delante, mirando el escudo familiar.
            Algunos dicen que intentaron retirarlo, pero que ante el sofoco de las llamas y su negativa, fue imposible. Otros, que se volvió loco y que solo gritaba: ¡Mi legado, mi legado!, ¿qué les voy a dejar ahora?
            Lo cierto, es que aquel trece de Agosto perdimos a mi abuelo, la casa, el orgullo, y hasta la inocencia.

            Han transcurrido treinta años, y ya no somos esa familia arrogante. La ayuda incondicional de los vecinos en aquellos tiempos difíciles, nos hicieron reaccionar a tiempo.
            Mi abuela Ana que se encontraba de compras durante la tragedia, falleció seis meses más tarde (de tristeza, según los doctores). Mi madre tras sufrir el siguiente impacto, cayó en una fuerte depresión, logrando salir dos años más tarde.
            Los pequeños, también quedamos marcados; Antonini (que siempre ha querido ayudar a los demás) pertenece al cuerpo de policía de la localidad, Francisco mi hermano, se hizo ebanista (prometió en la tumba del abuelo reconstruirle su escudo, y lo realizó), Mariano (pobre Mariano, fue el más señalado), ha sido detenido por pirómano y encarcelado en dos ocasiones; y yo… bueno, aquí estoy, escribiendo mi historia, que también es la de otros




           

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