NO TODO ES LO QUE PARECE


La primera vez, la recuerdo perfectamente:
Sentía las legañas en mis dormidos ojos cuando sonó el despertador. Rápido como era habitual en mí, me calcé las zapatillas y fui presuroso a enjuagarme la cara. Al instante note el cambio.
Mi espejo (sin mi consentimiento), adelantó mi imagen. Sí, la adelantó.
Enseguida comprendí lo afortunado que era. ¿Quién en la vida real podía conseguir lo que yo?
Entonces, tras mirarme consecutivamente varias veces seguidas en una mañana, averigüé algo increíble. No solo eran unos segundos, me veía horas más tarde, pues mi barba que acababa de rasurar, asomaba oscura y rasposa. Tuve una gran idea.
Con miedo; descolgué el espejo, busqué los utensilios necesarios, y luego, lo desnudé de su marco forjado, colocándolo boca abajo sobre la mesa del comedor.
La luna, mediría un metro por setenta u ochenta centímetros y… ¿Por qué no?, ¿por qué no hacerlo?
Le pinté la espalda en varias porciones (parecía una tarta de bodas cortada por un niño); unos trozos grandes para la oficina, otros de cartera para mirarme en todo momento, otro ovalado para el coche; y así, lo diseccioné y lo coloqué en lugares que mas me podrían interesar.
Días más tarde, la suerte se inclinaba a mi mano. Me iba todo de maravillas ¡Haciendo mis trampas claro!
En el trabajo, adelantándome a los acontecimientos, comencé a tener un éxito increíble. En el coche, lo coloqué hacia el frente, reflejándolo en otro normal que miraba yo, y así, sabía que calles circulaban con menos tráfico (llegando siempre antes). Mi astucia se agudizo.
Con todo aquello, después de unas semanas, me sobraba tiempo; y la verdad es que no sabía como emplearlo.
Si me disponía a comer, en vez de probar un bocado, sentía la ferviente necesidad de mirarme en el vidrio. Y ocurría de nuevo, me veía tan atiborrado y lleno que terminaba apartando el plato. Lo mismo ocurría cuando iba a la cama y deseaba a mi esposa; mi apetito sexual, terminaba saciado sin hacer el esfuerzo, si quiera, de rozarle el camisón.
Sabía que lo que hacia no estaba bien, pero él, “los espejos”, me poseían.
Ahora, cuando intento pedir ayuda, estos se me adelantan cambiando mis actos y mis frases. Ya no pienso por mi mismo, incluso he escrito cartas y luego las he roto decenas de veces a través del cristal.
¡Me están consumiendo!, se apoderan de mí; la última vez que me vi, (hace un par de minutos) una careta de anciano cubría mi rostro.
Es una pesadilla, no creo que viva tanto. Aunque tal vez, a mis treinta y cuatro años, ya haya vivido lo suficiente.

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