¿QUÉ SON ESAS TRACAS?


¿QUé SON ESAS TRACAS?
Recuerdo a mi tía abuela Regla, cuando ella contaba unos ochenta y cinco años, y yo solo diez. Era una señora de esas llamativas, que cuando la conoces jamás consigues olvidarte de ella (porque quedas marcado con su magia). Siempre estaba de buen humor, digamos que era peculiar: alta y delgada, como la mujer de Popeye (el de las espinacas), con los ojos rasga-dos y grandes, y unas piernas blancas y pecosas que le gustaba poner al sol. Su cabello plateado que le llegaba a la cintura, lo llevaba recogido con un moño de roete y vestía alegremente los colores de la época, jamás vesti-ría de negro:
- ¡Qué color más feo! Por dios. Quien quiera que se lo ponga para un fu-neral, y quien que no, pues que haga como yo, total después de muerta no voy a perseguir a nadie porque se vista de verde o rojo… ¿Digo yo?
Y ese, ¿Digo yo?, dejaba un entredicho a todos los presentes, cada vez que repetía la frasecita.
Cumplí los quince años, y Regla seguía igual; zalamera, graciosa y que-riéndome como a una nieta más (aunque no lo era).
- Ponte aquí a mi verita hija - me decía.
Y yo me sentaba a charlar con ella, en el banquito de forja que estaba en el patio, mientras remangaba su bata de flores para que le diera el sol.
- Anda cuéntame ¿Tienes ya novio? - me soltó un día.
- Me gusta un chico, abuela.
- Y tú, ¿le gustas también? - la mujer era directa, iba siempre al grano.
- Creo que sí - le contesté agachando la cabeza avergonzada.
- ¡Cómo que crees!, ¿es qué es tonto? ¿No te ha dicho nada? - me dijo sobresaltada.
- No abuela, no es tonto, es muy tímido.
- Entonces, lánzate tú, como hice yo con tu tío abuelo Paco, ¿te he con-tado como conquiste a tu abuelo?
- No, nunca.
- Pues ya va siendo hora de que te lo cuente, que tienes quince años, y con tu edad yo estaba apuntito de entrar en la iglesia - guiñándome un ojo, y con cara de picarona continuó.
- ¡Qué a los hombres hay que agarrarlos prontito…! Qué si no, viene una la-gartona y te lo quita; y ahora ¿cómo recuperas el tiempo perdido, eh?... Co-mo le paso a mi hermana, tu abuela Concha. Sí ella, se llevo siete años con un novio y cuando se marcho a la mili, allí conoció a otra y la dejo compues-ta… ¡que tonta!
- Bueno abuela, pero al final se casó con el abuelo Julio.
- Menos mal, que siempre hay un tiesto para una maceta, y el pobrecito de Julio cargó con su amargura.
- Abuela, que cosas me dices…
- Qué no niña, tu hazme caso, te lo digo por tu bien. Mira, cuando conocí a Paco, tenía yo doce años y él dieciocho.
- ¿Tantos…? Que mayor abuela ¿Y qué paso?
- Lo que tenía que pasar hija, que me gustó y hasta que no le eché el gancho no paré. Y te digo yo, que me costó lo mío hija, me costó… ¡Claro, el se fijaba en las mocitas pechugonas! Y como tú comprenderás, yo no tenía ni para un simple caldo, estaba más lisa que una alfombra, pero… ¡El que la sigue, la consigue! Que ya me lo decía a mí mi madre, “esta niña, siempre consigue lo que se propone” y así fue. Como Paco era mi vecino, cada vez que lo veía tontear con alguna chica, me metía por el medio, le tiraba del brazo y le daba un beso en el cachete; diciéndole a ella que era mi novio. La chica, claro, se enfadaba y a él le hacía mucha gracia mi forma de ser, echándose a reír y enfadando más a esta. Y así un día más que otro… hasta que… pasó lo que tenía que pasar.
- Pero abuela sigue ¿Qué pasó? Anda cuéntamelo.
- Pues nada hija, que un día se giró y el beso fue a parar a los labios, y entonces… - cogiendo aire lanzó un gran suspiro - ¡Ay! Qué bonito… parece que fue ayer.
- Abuela sigue.
- Que si hija que sí, que me agarró con fuerzas y me beso en los labios. Entonces, sentí, que era mío, mío para siempre. Y así ha sido.
- Abuela… nunca me lo hubiera imaginado.
- Hay tantas cosas que no sabes hija, tantas… Pero tranquila, que te las iré contando poco a poco ¡tengo toda mi vida!
Aquel día, me enganché a ella como un borracho a su botella; no pasaba una sola semana sin ir a visitarla (era fascinante), me contaba su vida igual que una novela pícara, con sus tramas y aventuras; y yo, claro, le pedía consejo en todo lo que me solía ocurrir, que en comparación con su vida era como una cana en el pelaje de un oso polar.
A ella también parecía gustarle mis visitas, pues los mayores, le hacían poco caso. Así, cada viernes por la tarde me esperaba ansiosa.
Recuerdo una tarde en especial, fue la de mi primer desamor. Acababa de romper con mi noviete (era viernes justamente), y me encerré en mi habi-tación a llorar. En cuánto se enteró, fue ella la que vino a verme, pues vivía dos calles más abajo. Y no vino normalita, no; llegó vestida de flamenca, con una enorme peineta roja y un par de claveles blancos encima de su roete, tocando unas castañuelas mientras me canturreaba:
-“Si tu novio no te quiere, es porque no te conviene, porque hombres hay por la calle, como en la bolsa alfileres” - y empujándome de la cama, conti-nuó -“Levántate de la cama, píntate y ponte bonita, que nos vamos pa la ca-lle a alegrarte esa carita”.
Me alegró, vaya si me alegró… Tanto, que a los pocos días tonteaba yo con otros y me olvidé del susodicho novio.
Así era ella, salerosa y con un arte que no se puede describir con pala-bras. Si hubiese vivido en estos tiempos en los que se les da clase a los adultos, estoy segura de que se habría apuntado a muchos cursos, porque tenía un afán por aprender y enseñar, sorprendentes para su edad.
Cierto día, unas vecinas me vieron puesta una falda de patchwork que me había hecho ella:
- Charito que cosa más bonita de falda, ¿te la han traído de fuera?
- ¡No!, me la ha hecho mi tía abuela Regla - y mostrándole el diseño en todo su esplendor, di dos vueltas muy orgullosa.
- ¿La Regla?, anda… que arte, ¿tú sabes si me podría enseñar?
- Ya sabes cómo es ella, le encanta hablar con la gente, acércate por su casa, seguro que no le importa.
Al poco tiempo me presente en su casa y me recibió su hija:
- Pasa Chari, pasa, veras la que has montado.
- ¿Yo?, ¿qué es lo que he hecho?
- Entra y veras.
Y allí estaba ella impartiendo clases. Había ido a verla, la vecina, y se puso tan contenta con la propuesta, que formo una especie de taller donde enseñaba toda clase de manualidades: A Dolores y Margarita les enseñaba patchwork, a Vicenta, Loli y Matilde, punto de cruz, a Serafín (el invertido del barrio), Lurdes y María, ganchillo. Todas estaban encantadas; por las tardes de lunes a jueves se amontonaban en su patio de flores con sus sillitas de enea y sus respectivos costureros para que les dieran clases. A su vez, era obsequiada por la compañía de estas, algún que otro bizcochito para la me-rienda y algunos termitos de café o chocolate “como a ella le gustaba”.
Los viernes seguían siendo exclusivamente míos. Y así continuamos un par de años.
Un cuatro de Agosto me encontraba en la panadería, cuando oí llorar a Dolores.
- ¿Qué te ocurre? - le dijo la panadera.
- Regla que acaba de fallecer - y sin percatarse de que yo estaba pre-sente entre el público, siguió relatando el suceso:
Ha muerto de un empacho, un atracón que se dio con un plato que lle-vaba semanas pidiéndole a su hija, y claro entre la edad, el calor, la emoción de ver el apetitoso plato y el saciarse de él, ha sido su perdición. La pobre se encontró fatigada, se recostó un poco y no volvió a ponerse en pie; cayó fulminada y con cara de felicidad, eso cuenta.
La noticia, a mí y a todos los vecinos, nos llego “como un resbalón en el día de tu boda”.
Los familiares, dispusieron de el patio (que era bastante grande), colo-cándola en el centro, dentro de la caja; y cada persona que se acercaba a velarla (todo el pueblo), dejaba caer un ramo de flores a su alrededor; algu-nos hasta quisieron besarla. Pero el espacio quedó pequeño y decidieron darle una vuelta por la “Plaza de las estrellas”, pues ella lo había dispuesto en sus últimas voluntades. Así toda la gente, quedaría contenta de darle su último adiós.
El ataúd de color marfil (como le gustaba a ella), fue cargado en hom-bros por seis varones de la familia: su hijo Manolo, Paco, Damián el frutero, mi padre y sus dos yernos Antonio y Pepillo (este último cojo de nacimiento) empeñado en colaborar.
Bueno pues resulta, que dicha plaza, se encontraba en la cima del pue-blo, con unas vistas que lo divisaba todo; y de que el pueblo se encontraba rodeando una montaña.
La procesión fue cómica desde el principio: la banda del pueblo delante, al son del toque de sonatas andaluzas (como le gustaba a ella), la seguían los seis hombres; con Manolo el lagartija en cabeza (empinando el féretro) y Pepillo en último lugar, arrastrando el pie a cada toque de corneta.
Los que la vieron desde arriba, decían que parecía “la Blanca Paloma” en el Rocío; la gente (incluida yo) nos ataviamos nuestras galas más alegres: de rojo, azul, lunares, vestidos de gasa, de seda, incluso se atrevieron a vestir a los chiquillos de faralaes y rocieros (como a ella le gustaba) no faltaba un so-lo detalle. Más que un funeral parecía una feria, pero “así lo dispuso ella”.
Los más ancianos que no podían ir detrás, se encontraban en los balco-nes, y le lanzaban flores a su paso, como si de una virgen se tratase. De vez en cuando para descansar de las empinadas calles, se sacaba de los co-mercios próximos alguna mesa o par de sillas, donde se colocaba el ataúd; mientras, los seis mártires, tomaban un trago de agua u otro de vino, hasta llegar arriba donde el párroco le dedicó unas palabras. Y… vuelta a empe-zar, solo que a la inversa, cuesta abajo.
Y así, entre el calor de las cuatro de la tarde del mes de Agosto, el peso del ataúd y el arrebato de la ferviente banda; el sequito y Doña Regla (como terminaron llamándola) regresaron “sanos y salvos” a la casa de esta, hasta la hora del entierro del siguiente día. Eso sí, ya solo los familiares más alle-gados.
Volvieron a colocarla en el patio donde hacía más fresquito, y sobre las ocho de la tarde comenzó el incidente.
Mi padre muy de contar chistes, ensartaba uno detrás de otro, y mi tío Manolo relataba sus anécdotas, en las que siempre estaba presente su ma-dre (mi tía abuela Regla). De pronto, se oyó un sonido extraño que nos hizo callar a todos.
- ¡Que ha sido eso! - grito mi madre.
- No sé, yo no he sido - dijo mi padre - Viene de por allí - y señalando el féretro, con cara de espanto nos miró a todos.
- No puede ser - dijo tío Manolo muy asustado - ¡Si allí solo está mi ma-dre…! - Pues la habíamos retirado a un rinconcito.
- ¡El ruido viene de allí! - aseguró Pepi.
Pero cuando los más valientes iban a cerciorarse, emergió de nuevo el estruendo: ¡Broooooossss!, esta vez haciendo que también temblara la caja.
¡Nos cagamos del miedo! Los “atrevidos” salieron corriendo, y los otros, nos escondimos detrás de lo que pudimos en ese instante; Macetones, si-llas, incluso Damián se tapo con un ramo de flores, cubriéndose la cara (co-mo si aquello fuese a protegerle), ¿y de qué?, acaso estaba tía Regla viva, ¡Nooo! Eso sí que no podía ser.
- Yo no me acerco - dijo tío Antonio.
- Ni yo - contestamos los otros, sin dejar nuestro escondite.
De pronto, volvió a temblar ¡Brooooossss!
- A ver si se ha enfadado por no ponernos luto… Mira que lo dije: “Que todo esto lo dice ella de boquita para afuera”, en su interior quiere respeto como todos los difuntos- farfulló mi abuela Concha.
- No hombre, esto tiene que tener una explicación, ¡qué los muertos no hablan!, y aunque a ella le gustaba mucho hacerlo, no creo que tuviese nada en contra… solo hemos cumplido su voluntad ¿No?
- Si me acompaña alguien, nos acercamos para ver lo que ocurre - si-guió valiente mi padre.
- Yo no voy, mientras no esté aquí el médico o el gendarme, por si acaso - añadió Pepillo.
- ¡Eso, eso! En su presencia nos acercaremos - dijimos todos.
Después de quince minutos de tracas y temblores, llegaron los ansiosa-mente esperados:
- ¡Esto hay que abrirlo! - ordenó inmediatamente el doctor.
- Si la señora está viva, tendrán que vérselas con la justicia - dijo el al-guacil.
- Hagan lo que tengan que hacer, no nos opondremos, pero por favor tengan cuidado - respondió Paco con voz firme.
Le quitaron los sellos de la tapa y la traca final fue espantosa; además del estruendo, salía un pestilente olor insoportable, que nos hiso salir a todos a la calle.
Algunos vecinos al enterarse, murmuraban:
- Eso es, que no está contenta y ha venido del más allá; por eso el mal olor.
- Que no, que seguro que está viva y la pobrecita con el calor lo que quiere es salir.
Nosotros callados. Escuchando unos comentarios absurdos que en aquellos momentos nos parecían probables.
Transcurrida una hora y sin atrevernos, con todo el pueblo de nuevo a la puerta da la casa, nos decidimos a entrar.
- Solo los familiares, por favor, pasen solo los familiares - ordenaba el eficiente policía.
Paso a paso y mirando hacia todos lados (esperando una aparición), nos dirigimos al ataúd, que parecía más sosegado.
Y allí estaba ella (parece que la estoy viendo), con su sonrisa de oreja a oreja, su vestido de flamenca rojo y sus castañuelas entre las dos manos, ¡pero con un olor indefinible!
- ¡Seguro, que se está descomponiendo el cuerpo!, con este calor no me extraña que se acelere el proceso - aseguró el doctor.
- ¿Y por qué se movía? - dije yo.
- Eso, ¿por qué se mueve? - alertó Paco.
- ¡Por los gases hombre!, que al estar cerrado, este calor lo ha hecho fermentar, provocando el tembleque.
- ¡Los gases! - saltó su hija - claro, si ya le he dicho que esta mañana se pegó un atracón para desayunar, ¿y a qué no sabe qué desayunó? Tres platos de judías con chorizo y pringá, que bien que mojaba el pan en la prin-gá.
- ¡Por Dios, lo que hay que oír!, como para no morirse… con su edad - Dando por concluida la visita, el médico terminó diciendo - ¡Hay que ente-rrarla rápidamente!, hablaré con el sacerdote y lo dispondremos todo.
- Yo haré el atestado y tranquilizaré a la gente que está ahí fuera espe-rando - continuó el gendarme.
Esta vez, no la transportaban al cementerio los seis héroes, sería pedir-les demasiado. El coche fúnebre hiso su oficio hasta la misma cavidad de la tumba. El murmullo y las risitas de fondo eran inevitables. Al final, terminó como ella siempre quiso (recordada), y nadie en el pueblo y mucho menos yo, olvidaremos a “Regla la de las judías”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario