A UN PIE DEL OTRO LADO


A UN PIE DEL OTRO LADO
Subida en la cómoda, el dormitorio le parecía más grande de lo normal. Colocó una cuerda alrededor de su fino cuello y, sujetándola a la viga principal, vio en imágenes cinematográficas como su “asquerosa y miserable” vida había cumplido.
Todo comenzó cuando solo tenía diez años. Hasta ese momento se sentía una niña cualquiera, feliz, a punto de hacer su primera comunión. Estaba radiante, iba a probarse su vestidito blanco acompañada por su madre.
En cuanto lo vio, no lo dudó - ¡Este mamá, quiero éste! – Era pomposo, de princesita.
Rápidamente, la astuta dependienta, miró con negación a su mamá y le dijo – Lo siento hija, pero este modelo no lo tenemos de tu talla – Y cogiéndola por el brazo, la arrastró dos pasillos más hacia el fondo de la tienda, mostrándole inmensos vestidos sin gracia y pasados de moda. -¿Ves qué bonitos son éstos?
Su madre asintió a la joven y después de darle las gracias por su detalle, la obligó a probarse un serial de trajes sin forma y cubiertos de plisados.
A la pobre Ana, con la desilusión en su rostro, terminaron comprándole uno (que odió toda su vida).
¡Gorda! En su tierna y corta edad se dio cuenta de que era una gorda.
Cuando alcanzó los dieciséis años, todas las chicas de su edad, habían experimentado el amor, con algún compañero de clase ó amigo de la pandilla. Ella seguía intacta, ni siquiera pudo sentir un roce en su mejilla ó un simple apretón de manos. Se hacía mil preguntas mirándose al espejo, y entonces salió su otro yo: su lado feo. Allí estaba como un diablo a través del cristal. Burlándose, mofándose de su imagen real - (la que ella sentía por dentro) ¡Gorda, narizota, fea, mamarracho!- Oía que le gritaba, mientras dejaba caer cientos de perlas cristalinas por sus sobresalientes pómulos.
En el siguiente flash tenía veintidós años. Era la fiesta de graduación. Ana no bebía alcohol, pero aquella noche, le insistieron tanto… era un día especial, ¿por qué no? No quería ser de nuevo la pardilla: la rarita que nunca seguía las costumbres de sus compañeros. Y aquella extraña noche, se dejó llevar.
A la mañana siguiente no recordaba nada; las botellas vacías y medio llenas cubrían el sucio suelo del salón, los cuerpos semidesnudos de sus supuestos amigos se encontraban dispersos (unos por los sofás y otros en los rincones de la habitación). El remix, aún sonaba en su cabeza apartando sus neuronas de toda concentración.
Al momento se fijó, él tenía una mano agarrada a uno de los pliegues de su tripa, su falda había desaparecido, al igual que su ropa interior. Sintió náuseas y… ¡Vomitó allí mismo! (Entre los restos de bolsas de patatas fritas). Entonces comenzó a darse cuenta, Miguel (el chico tímido) era el despreciable que dormía con cara de bobo junto a ella. Su amor platónico la defraudó.
Se sentía humillada, sucia y asqueada; se habían aprovechado y seguramente burlado de ella en su embriaguez. “Que tonta…” Jamás volvería a confiar en él.
En la siguiente escena el cambio era notable; llegado su sexto mes de embarazo, la hinchazón y amargura destacaban en su rostro.
La iglesia de Santa Catalina era pequeña. Por las vidrieras (con imágenes de María) entraba una luz cegadora, que la hacía resaltar aún más con su vestido blanco. Junto a ella: el novio, Miguel (feliz); y los padrinos, su madre y Don Julián (el padre de él).
Parpadeó unos instantes, unas pequeñas gotas emergieron de sus ojos saltones y recorrieron el circuito de su huesuda cara. Al momento, regresó a su película.
La sala de estar se encontraba repleta de chiquillos, alborotando y corriendo alrededor de la mesa (que estaba cubierta de refrescos y golosinas). -¡Ah, lo recuerda! – Era el cuarto cumpleaños de Ángela, su hija. En ese instante entraba Miguel, sonriente y eufórico (como siempre), con una enorme tarta encendida y cantando la típica canción de cumpleaños feliz.
-Pero… ¿Y ella?, ¿dónde estaba ella?- Se buscó entre los miembros de la fiesta y apenas pudo reconocerse; sentada en un enorme butacón de masajes, y acomodada con almohadones, sorbiendo zumo con una cañita, vio su rostro demacrado, débil, con sesenta quilos menos y cuarenta años más de amargura y apariencia.
Su marido se acercó, y acariciándole con mimo la despoblada cabeza, insistió una vez más:
-Cariño, come algo. Toma un trozo de pastel por favor, hazlo por Ángela.
La imagen volvió a esfumarse. En su lugar, una habitación de hospital; Miguel, ojeroso y con canas, llora sin consuelo junto a una cama en la que hay un casi cadáver cubierto de tubos y toda clase de aparatos. Al otro lado, en una silla, una joven esbelta de cabello moreno y ojos grandes, pero tristes (Ángela) inconsolable, y rogándole a una estampita de Santa Catalina que su madre se recupere y recobre la cordura.
De pronto todo se le nubla, sus ojos se oscurecen… ¿Pero, qué ha ocurrido?, ¿qué ha hecho con su vida? Llora, esta vez de rabia, ha malgastado su tiempo ocupándose sólo de ella. ¡Pobre Miguel, pobre Ángela! Al abrir los ojos se mira horrorizada, duda un momento pero al fin, se libera de la soga.
Temblorosa y tambaleándose mira a su alrededor. En ese instante, se abre la puerta, es Miguel. A pesar de sus canas y arrugas, ella, después de mucho tiempo lo ve hermoso, como aquel amor robado de juventud.
Espantado corre, y en su afán por rescatarla tropieza con la alfombra agarrándola por los pies y ejerciendo todo su peso sobre ella. ¡El crujido retumba en la habitación como un árbol caído por un rayo! Ya es una muerte inevitable; el cuerpo de Ana, cuelga inerte con la cabeza ladeada hacia detrás. Demasiado tarde, Miguel: grita, chilla, llora… Desde el mismo suelo y con la mirada puesta arriba, ve su rostro.
Parece imposible pero ahora rebosa felicidad, con una enorme sonrisa de oreja a oreja. Al fin encontró lo que buscaba, “la libertad” (de un cuerpo que no le pertenecía).

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