EL DESTINO DE UNA FAMILIA


El matrimonio de Pepe y Lola era bastante humilde y normal. Vivían en un tercer piso sin ascensor, de un edificio algo antiguo, situado en un barrio “no muy popular” debido a los trapicheos de algunos vecinos. Pero ellos eran unas personas muy honestas.
Por aquel entonces tenían dos hijos: José e Isabel. Más tarde el destino se encargaría de robarle a uno de ellos.
Transcurrido un tiempo, y a pesar del escaso sueldo de Pepe (que trabajaba como reportador en un almacén) eran felices.
Su esposa, Lola, administraba el jornal deshilachándolo día a día hasta llegar a fin de mes sin pasar penurias; y en las mañanas ejercía de limpiadora de algunos portales, para sacarse un dinerillo extra, con el que cubría los gastos de la luz.
Cuando José, cumplió los dieciséis años, decidió por si solo que la situación debía cambiar. Por las mañanas, en vez de seguir en la escuela, formándose, se asociaba con otros “coleguitas”, e iban a la orilla de la playa. Fabricaron unos pinchos con varillas de paraguas, a los que le soldaron unas puntas metálicas, luego lo utilizaban para sacar del fango un molusco llamado navaja; además de pescar con redes muy finas camarones y cangrejos.
Si llegaba a tener suerte, que era casi siempre, lo vendía en el mercado o por las casas de otras barriadas. Como la necesidad lo requería, se lo entregaba a Lola fingiendo que era obsequio del padre de un compañero por haber ayudado a su hijo con los deberes. El hecho hacía a su madre muy feliz, pues su hijo tendría que parecerle a ese señor muy buena persona, y ella se llenaba de orgullo.
Isabel, era más tranquila, tenía tres años menos que su hermano, y la escasez en la casa no la inquietaba. Ella, solo quería sacar buenas notas, para ver cómo su madre se ponía algún día tan dichosa como lo hacía con José, (cuando le traía algunas quisquillas para hacer tortillitas).
José mentía conscientemente para poder entregar con orgullo el dinerillo que ganaba. Cosa que no se perdonaba: “¡El señor cura, me lo ha dado por limpiarle la iglesia el domingo!” - dijo un día - “He ayudado a una mujer mayor, con las bolsas de la compra al salir de clase, y me ha dicho que si lo hago todos los días, me dará una buena propina” – continuaba fingiendo.
La familia incrédula, aceptaba muy dichosa las limosnas que su hijo se ganaba honradamente.
Pero la calderilla, no era suficiente para el joven. Los precios subían y el sueldo de Pepe parecía encoger con los fríos del invierno. Así que lo planearon…
El muchacho y los otros chicos, lo tenían bien pensado desde hacía tiempo.
Cogieron del muelle una barquita “prestada” con redes y aparejos para pescar (ya uno de los chavales se había embarcado, acompañando en varias ocasiones a la tripulación, y sabía como hacerlo). Él, Riqui, Tinto y Chele, aún eran novatos, aunque aprenderían pronto (como hacían con todo lo que se proponían). ¡Y salieron a pescar!
Aquel día, el pronóstico del tiempo se equivocó: La mañana deslumbró limpia y fría, con un sol radiante en el invierno del Mediterráneo. Pero a medida que se iba posando sobre sus cabezas, unas nubes oscuras apartaban la luz como cortinas translúcidas. El viento se apoderó del lugar apacible transformándolo en grotesco. Las olas, elevadas por el viento, eran cada vez más altas.
A pesar de ser novatos en el arte de la pesca, no se les estaba dando nada mal, llegando a ser bastante satisfactoria.
Tinto y Chele querían volver. Sus estómagos se revolvían con los vaivenes de la embarcación, estaban más tiempo vaciando sus tripas que llenando la barcaza de peces. Por el contrarío, José, Antonio (el experto) y Riqui, se encontraban tan entusiasmados con sus proezas que no querían dar marcha atrás.
- Me encuentro muy mal, ¿Por qué no nos vamos ya? - insistía Tinto cada vez más pálido.
- Y yo, tíos, anda… Que ya tenemos bastante y el tiempo esta muy malo - rogaba Chele.
- ¡Joder qué pesados! ¡No seáis nenazas! Para una vez que nos decidimos y va “de puta madre” encima os queréis rajar - gruñó Antonio agarrando fuertemente la red.
- No nos rajamos, tú… mira las olas… - Diciendo esto y apuntando a la popa con el índice, Chele se puso tan blanco como las caras de las acedías que saltaban en las canastas.
De pronto, una ola de metro y medio, se posó bruscamente en el borde del bote haciéndolos trotar como un corcel al viento.
- ¡Agarraos! - gritó Antonio que también la vio llegar.
Y limpiándose el agua de sus ojos, miró a su alrededor tembloroso. El mar los acorralaba. Ascendían y descendían con cada aliento que aspiraban. Las repletas cestas, devolvían sus habitantes al océano.
Sus esfuerzos habían sido en vano, pero ahora eso era lo menos importante. Hecho un vistazo a sus compañeros… ¿Y José?, ¿dónde estaba José?
- ¡José! - gritó con todas sus fuerzas.
- ¡José!, ¡José! - gritaron todos, buscando de norte a sur y de este a oeste.
- ¡Joder, se lo han tragado las olas! ¿Dónde se ha metido?, ¡José! - chillaba Tinto.
No recuerdan cuánto tiempo lo estuvieron llamando, pero José no aparecía. El oleaje los volcaría si no ponían el motor en marcha y regresaban cuanto antes.
- Tal vez José llegue nadando - se consoló uno.
- Tal vez… - contestaron sin mirarse el resto.
Pero, José, no llegó. Sus ropas aparecieron desgarradas, días más tarde, por las rocas del espigón.
Para Lola y Pepe fue el golpe más duro que hasta entonces les había dado la vida. José, su José, solo quería conseguir algo de bienestar para su familia, ¿por qué le sucedió precisamente a él?
Después de aquello, la casa de Isabel no fue la misma. Al principio, la gente iba y venía para darles consuelo; al cabo de unos meses, todo volvía a una normalidad aparente. El único cambio, el más importante que se notaba en el ambiente, era la amargura de unos rostros sin vida deambulando por allí, como autómatas ejerciendo su trabajo “Vivir”. Y el silencio, y el quejido; un silencio amargo que llenaba todo, y un quejido penetrante, sin lágrimas, que te arañaba las entrañas si lo oías.
Isabel, soñaba cada noche aterrada cómo los peces se sorteaban el cuerpo de su hermano. El más grande, el marrajo, era siempre el que le arrancaba sus enormes bolindres verdes escupiéndolos luego al agua. Ella, en bikini, se bañaba feliz jugando con la espuma del mar. Pero de pronto se detenía. Algo captaba su atención. Dos puntos aceitunos y profundos surgían de entre las olas llegando a sus manos.
En ese momento, despertaba con las manos apretadas y el pijama húmedo y ojos empapados ¿Por qué le ocurría esto? ¿En realidad era un sueño? O ¿Era una llamada de José que le pedía cada noche que le sacase de allí? No lo entendía ¡Pobre Isabel!
Tras sus delirios, la chiquilla cayó enferma. Una enfermedad (incurable del alma) que los médicos no sabían diagnosticar.
No existía receta para su dolor, y poco a poco, se fue fundiendo la poca grasa que cubrían sus huesos. A penas comía, no bebía, su cuerpo se deshidrataba y tuvieron que ingresarla en un centro de la capital.
Lo peor, sus pesadillas que continuaban visitándola cada noche. Ya no era una chiquilla de catorce años, ahora, era una visión de cadáver amarillo y entubado.
Nadie lo esperaba, y el veintiocho de junio, algo realmente asombroso ocurrió, algo, que jamás nadie hubiese pensado.
Era tarde noche, Pepe y Lola bajaban a la cafetería del hospital para tomarse unos bocadillos y volver corriendo junto a su hija Isabel, cuando, un joven de aspecto demacrado, balbuceaba limosna llamando su atención; se encontraba sentado en el borde de la acera con un cartel: ¡Por favor, ayúdenme! ¡Me encuentro sin trabajo, sin dinero y no sé quién soy! Pero me gusta el mar y todo su entorno.
Lola se acercó con lástima a echarle unas monedas, vestía unos ropajes por lo menos tres tallas más grandes que estaban muy sucias, y llevaba el pelo enmarañado; pero al levantar el joven la vista del suelo para darle las gracias, lo vio, ¡sus ojos verdes!, los mismos de su José.
- ¡José! ¿Eres tú? - Le pregunto alzándolo por la barbilla.
Pero José no contestaba, y Pepe tiraba de su mujer apenado por su locura.
- ¡Vamos Lola! ¿No estás viendo que es un chico de la calle? ¡No empieces de nuevo!, nuestro José ya no esta con nosotros.
Pero Lola no lo soltaba.
- ¡Pepe, que es nuestro José! ¡Mira sus ojos! - Y con las lágrimas de una madre desesperada Lola comenzó a besar al desorientado jovencito.
El muchacho se dejaba querer, ¿por qué no podía ser él?
Pepe no podía creerlo. Los ojos eran idénticos, la estatura también correspondía, aunque su peso era la mitad del de su hijo. Se quedó quieto unos instantes sin saber que hacer, hasta que la idea no le pareció tan descabellada. Rápidamente le levantó la camiseta casi desnudándolo en medio de la calle y… efectivamente, su mujer no se equivocaba, allí se encontraba la marca de su accidente de bicicleta (una cicatriz, de seis puntos gruesos y feos, que casi le costó la vida cuando solo tenía cuatro añitos).
Lo volvió a mirar, esta vez, como alguien que busca a un cachorro perdido. Y entonces lo reconoció.
- ¡José hijo mío! ¿Eres tú de verdad? ¡Cómo es posible Dios mío! - y con lágrimas en las mejillas ambos padres, se abrazaron a un chico asombrado ante dos desconocidos.
Lo llevaron al hospital. El joven ignoraba quien era él y si realmente aquella podía ser su verdadera familia. Había deseado tanto aquel encuentro que le parecía un sueño el que fuese verdad.
Lo examinaron y le hicieron toda clase de pruebas. Luego, él comenzó a contar su pequeña pero a la vez intensa historia:
Una patera de inmigrantes toparon con su cuerpo inconsciente en alta mar. A simple vista les pareció que estaba muerto, pero tras comprobarlo lo subieron con ellos. Dos noches más tarde llegaron a una orilla, para José fue muy duro, se encontraba con gente que no entendía y no conocía de nada, pues no recordaba lo sucedido. (Menos mal que siempre hay gente buena en el mundo) Said, un hombre de raza oscura, lo llevó con él a casa de unos recomendados. Todo era tan nuevo para ambos que se hicieron grandes camaradas, hasta que una mañana Said salió a buscar trabajo, y no regresó. Tal vez lo detuvieron o ¿quién sabe…? Entonces, tras dos días de espera, el señor que los acogía en su cobertizo, lo echó a la calle.
José, desesperado, sin dinero y sin saber a que lugar pertenecía, deambuló por las calles subsistiendo de la caridad y durmiendo bajo portales. Hasta ese día…
Después del examen médico la policía también apareció. Tenían que hacer las comprobaciones de su historia.
Mientras tanto, tras diagnosticarle una amnesia profunda, lo ingresaron junto a su frágil hermana Isabel.
En una cama se encontraba una chica semiconsciente por la debilidad, la sedación y el sufrimiento, cogida de la mano de Pepe.
En la otra, un chaval delgaducho, de ojos verdes luminosos, llenando de preguntas a una implantada madre que le apretaba la mano mientras lo besaba.
A las dos semanas siguientes, José, restablecía totalmente su memoria. Había ganado peso y recuperaba su sonrisa. Una sonrisa que su hermana no pudo ver más; pues Isabel, empeoró tras coger una hepatitis (la causa: llevarse tanto tiempo canalizada). Al cabo de dos días falleció.
El futuro de esta familia estaba echado como una partida de cartas trucada. ¡A ese (al destino) no se le puede engañar!

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